En una parte marginal de su novela Contacto, Carl Sagan pone en boca de un abad budista una visión poco común del significado de la ciencia. Les dice el monje a los cientí¬ficos próximos a embarcarse en una gran aventura que para Él todas las justificaciones que ofrecen de la actividad cientí¬fica son simplemente "su manera de amar la naturaleza".
Esa es una visión profunda del papel de la ciencia en la vida. Pero, si se atiene uno a conversaciones con amigos y parientes, en la mayoría de los casos la ciencia sólo significa malas noticias, curiosidades, amenazas o decepciones. Malas noticias porque estudia un mundo sin alma, sin Dios, sin libertad, sin amor. Curiosidades como auroras boreales, microbios raros, partículas que no se pueden ver, inventos geniales. Amenazas como meteoritos, calentamiento global, epidemias. Decepciones como las tecnologías que no nos dan los frutos que esperábamos, medicinas que resultan peores que la enfermedad, enfermedades nuevas... O peor, la ciencia, cuando funciona, es sólo una herramienta para solucionar problemas cotidianos, acumular riqueza o dominar.
A veces la ciencia es diferente, como cuando un niño pregunta de qué están hechas las cosas o algo así, y alguien sabe y le explica que están hechas de moléculas y Éstas a su vez de Átomos. El niño experimenta entonces una respuesta especial a sus preguntas, una respuesta que le dice, primero que nada, que la pregunta es buena. Una respuesta que no trata de engañarlo, pues se sabe incompleta y no pretende ser final; una respuesta que no teme ser puesta a prueba. Pero sobre todo una respuesta que hace soñar y abre caminos posibles, andables, estudiables. La ciencia a veces es una respuesta que, aunque imperfecta (siempre imperfecta), no exige mentirse a sí¬ mismo. La ciencia es una respuesta que reconcilia con la pregunta, la hace más amplia y valiosa. A veces la ciencia es una experiencia.
Esa experiencia puede estar llena de significado, al menos cuando contesta preguntas infantiles, planteadas por quien sea, no necesariamente por un niño. Para ello no requiere ni siquiera conservar el lenguaje especializado del científico: puede expresarse de muchas maneras. Un investigador hace ciencia cuando obtiene datos sobre el mundo que se integran a una visión, y ésta se integra a la experiencia humana, a la experiencia de sí¬ mismo o del mundo o de mundos imaginados o de los mundos pasados.
La astronomí¬a, la fí¬sica, la quí¬mica, la biologí¬a y otras disciplinas son ciencia cuando forman parte de un ser humano experimentando su existencia, no sólo cuando curan enfermedades o crean nuevos productos de consumo o resuelven un problema ambiental.
Podemos llamar conocimiento cientí¬fico a todas esas visiones de lo que nos rodea, nos gusta, nos preocupa, nos da miedo o nos cuestiona, dadas por la actividad de gente que a través de siglos se ha hecho preguntas y ha hecho esfuerzos honestos por responderlas. Esas preguntas no son esencialmente diferentes de las que se hace cualquier persona y van de lo más cotidiano (¿Qué le pasa al papel cuando se quema?) a lo más elevado (¿De dónde venimos?). Esos conocimientos no son ajenos a nadie, no son asunto sólo de especialistas: son nuestra misma esencia. Reflejan nuestras propias inquietudes y son, dicho a la manera del personaje de Sagan, nuestra manera de amar la vida …o por lo menos de vivirla.
Esta es experiencia científica. Como la experiencia estética, requiere un lenguaje y un contexto para ser inducida en otros. Distintas épocas y distintos grupos sociales tendrán distintos lenguajes, en los cuales la experiencia cientí¬fica deberá abrirse camino. Al igual que con la experiencia estética, quien la ha experimentado no es ya el mismo: siente que ha visto y necesita dar testimonio de ello. Necesita reproducir esa experiencia en otros. Necesita decí¬rselos de alguna manera. Necesita comentarles que no se trata sólo de un nuevo combustible o una fibra sintética o una nueva medicina o la explicación de una enfermedad devastadora. Quien ha experimentado la ciencia necesita expresar que se trata también de una fuente inagotable de sorpresas y caminos nuevos.
¿No es evidente que todos tenemos un lugar en la ciencia? Menos lo es que la ciencia debería tener un lugar en cada persona. Los humanos somos unos primates llenos de curiosidad y afán de conocer. Somos capaces de muchas cosas: crear, amar, preguntarnos, aprender. No sé si en la ciencia podamos encontrar respuesta a todas nuestras preguntas (no creo, por ejemplo, que podamos decidir una finalidad a la existencia humana a partir de lo que aprendemos de la ciencia). Pero sí podemos incorporarla a nuestras búsquedas, a nuestra existencia. Tal vez estamos descuidando una propiedad que nos puede abrir muchas puertas. La experiencia cientí¬fica tiene que formar parte de la vida, como el amor y el erotismo, como la experiencia estética. Como la libertad.
Enrique Espinosa Arciniega, 1999
Publicado, con una modificación desatinada, en Los Lunes en La Ciencia, del periódico La Jornada en 1999
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