domingo, 13 de diciembre de 2009
La cadena del zopilote
Un día me tocó a la puerta un chico muy sonriente que me ofrecía podar las plantas de mi entrada. Normalmente lo hago yo y estuve a punto de decirle que no. Pero este chavo tenía la edad de la mayoría de los delincuentes (entre 16 y 30 años) y prefería estar ahí, con todo su equipo de jardinero y su entusiasmo, haciéndose de un oficio. Así es que acepté el trabajo.
La transacción me habría dejado sólo esa satisfacción, pero al despedirse me ofreció fumigar mi casa, para lo que también venía preparado; bueno, casi preparado: sólo traía el insecticida, no la mascarilla de protección. Le expliqué que hacía poco había fumigado y se me ocurrió preguntarle con qué agente fumigaba. Me dijo, de nuevo con naturalidad y candidez, que con malatión. Pudo ver mi cara de horror; creo que no se la esperaba.
Malatión. El nombrecito, junto con el de paratión, lindano, aldrin, dieldrin, DDT, me evocan recuerdos de infancia muy emocionales. En los años setenta mi papá nos contaba cómo había emprendido una búsqueda de estas sustancias en muchos tipos de muestras, sobre todo en muestras humanas. Un médico, enterado de su toxicidad y su capacidad de romper el “equilibrio ecológico” (ahora hablamos de biodiversidad y otras cosas), estaba preocupado por su uso indiscriminado y le había pedido su ayuda para tener evidencia de su presencia. No sé si este médico había leído libros como La Primavera Silenciosa (Silent Spring) de Rachel Carson, que en los años sesenta denunciaban los peligros del de plaguicidas para la naturaleza. Mi papá nos explicaba que al eliminarse las plagas se eliminaban también insectos silvestres de los que se alimentaban las aves y por lo tanto éstas, y los animales que se alimentaban de ellas, podrían morir. Me contaba esta ruptura de una cadena alimentaria mientras veíamos cada domingo desde la carretera a Querétaro los zopilotes rodeando al volar alguna fuente de alimento en alguna cañada.
Frente al jardinero-fumigador, recordé en un segundo muchas cosas: Que los zopilotes dejaron de verse por mucho tiempo en esas cañadas, no sé si por el uso masivo de insecticidas en México en aquellas épocas o por la destrucción de su hábitat o por su exterminio, y que sólo con el tiempo han ido regresando al paisaje. Que mi padre ayudaba a su amigo detectando DDT y otros plaguicidas en muestras que demostraban que la contaminación ya nos había alcanzado, como la leche materna. Que el gobierno hostilizaba al amigo de mi papá. Que el DDT, además de romper los ecosistemas ocasionaba mutaciones en lo que ahora llamamos el genoma (pasaron décadas para que aprendiera qué es una mutación y cuáles pueden ser sus consecuencias).
Pero recordé también un día en el que mi papá nos mostró en el periódico la noticia de la muerte de ese amigo suyo, un suicidio difícil de creer (con un arma de fuego que no se puede disparar uno contra sí mismo, o porque le encontraron varios balazos; algo así). Y la opresiva sospecha de un asesinato político, pues el blanco de sus críticas era una famosa campaña antipalúdica de mucha importancia para los gobernantes. Muchos pensamientos en pocos segundos: el paludismo se declaró erradicado en algún momento (¿por el presidente Echeverría?), pero en realidad nunca ha dejado de ser endémico en nuestro país y nuestros gobiernos eran (son) muy buenos para exterminando a sus críticos (Manuel Buendía, Digna Ochoa y quién sabe cuántos más). Tantos pensamientos, que empecé a hablarlos. Le conté al chavo sonriente que esos productos habían sido controlados hacía más de veinte años, pero que de algún modo se seguían vendiendo. ¿Dónde había podido comprar algo tan controlado? En los viveros de Coyoacán, un sitio de venta de productos de jardinería.
Me sentí urgido a contarle que esos insecticidas viejos eran muy peligrosos (los insecticidas domésticos actuales son mucho menos tóxicos). Más exactamente, por lo bien que me cayó me sentí con confianza para decirle: “te estás haciendo daño”. Su respuesta fue lo más impresionante de todo el breve encuentro: se remangó la camisa y me mostró ambos brazos cubiertos por pequeñas vesículas. Y, de nuevo, con la misma inocencia y la misma sonrisa me contó que así se le ponían los brazos cuando hacía sus trabajos de fumigación, su mejor fuente de ingresos. “La gente me lo pide mucho (el malatión) porque es más fuerte que los que venden en las tiendas”.
Sólo pude terminar dándole las gracias por el excelente trabajo de jardinería y deseándole suerte y guardándome mi preocupación por la salud de la población, la primavera silenciosa y los zopilotes de las cañadas del Estado de Hidalgo.
Cerré la puerta esperando que este chavo siguiera logrando ganarse la vida sin recurrir a la delincuencia y sin destruir su cuerpo. Pero sobre todo, con un alfiler más clavado en las tripas al ver cómo el país donde he crecido sólo ha podido empeorar y empeorar con cada nueva administración y con el paso de las décadas; pensando en los canales de corrupción que debían ir desde el vivales extranjero que vende el plaguicida, los cerdos de las aduanas y la larga cadena de donadies corruptos que termina en pequeñas transacciones con apariencia inocente. No me alivió informarme mejor y saber que el malatión es menos peligroso y está permitido pero controlado para usos agrícolas, no domésticos, pues la corrupción hace inefectivo ese control. Ahora sumaría la introducción y comercio ilegal de sustancias controladas al tráfico de armas de fuego personales (las armas de destrucción masiva del tercer mundo). Misma dinámica: venta legal en otro país e introducción y comercialización ilegales en el nuestro. Creo que la gente a la que le gustan las teorías conspiratorias improbables sobre formas de exterminar a la gente del tercer mundo, como los tontos que andan asustando sobre la vacuna de la gripe, se deberían dedicar a combatir lo que realmente está matando mexicanos: la ignorancia y la corrupción.
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