O
nobilissima viriditas, quae radicas in sole,
et quae in
candida serenitate luces in rota,
quam nulla
terrena excellentia comprehendit,
tu
circumdata es amplexibus divinorum mysteriorum.
Tu rubes ut
aurora et ardes ut solis flamma.
Hildegard von Bingen
Regresé a la casa ya de noche. Al abrir la puerta me
encontré a la aralia tumbada por el viento, tendida sobre el suelo a oscuras.
Me apresuré a enderezarla con cuidado, como si fuera una persona. Acomodé su
tierra, la regué y corté un ápice roto. Me detuve. Quedamos uno frente al otro;
nos reconocimos, vivos y de pie. Nos quedó clara nuestra identidad: la igualdad
de los que viven erguidos por el sol.
Contra la gravedad, ella construye su lignina y su
celulosa, con luz y calor del sol, con carbón que toma del aire, en una
operación que cambió la cara al mundo. Y yo, sólo un paso atrás,
robándole al verdor su trabajo, armé mi estructura vertical. Ahora soy más
parecido a los árboles que a mis antepasados más cercanos.
Energía robada al torrente del sol, río abajo hacia su degradación
total. Nuestro ardid: un pequeño remolino que en su vuelta remonta un poco el
desastroso flujo. Contracorriente, apenas lo necesario para permitir una
creación diferente, compleja, que desafía mientras dura, la ley del flujo en
decadencia.
Aralia: en el sitio donde estás, él me contó que miró
bajo el efecto de una droga cómo todo ante sus ojos se marchitaba, se pudría,
se disgregaba. Gritó, se escondió de este mundo cuesta abajo.
Todo es centrífugo
en el tiempo. Una vez, aquí mismo, erguidos uno frente al
otro, nos odiamos. Antes nos habíamos reconocido en el abrazo de dos que se
saben alzados y degradados por el mismo sol.
Ahora a oscuras, aralia, sabemos que la mañana operará en
nosotros un milagro. Movidos por la misma luz, tú harás verdor y yo hablaré.